La muchacha india de Hecelchakán vende flores, porque ama la belleza fulgurante del amor que cayó entre los prados para darle esos pétalos que revientan en colores y fragancias de esplendores rebosantes de silvestre paz.
La muchacha india de Hecelchakán es la alegría que convierte el arco iris en grandes y pequeños ramos de felicidad; ata manojos de lirios y la luna resplandece para los enamorados; junta orquídeas con magnolias y en cada hogar de Hecelchakán los altares claman: “Mi gran Dios, somos almas de pureza encendidos en el cielo azul turquesa de tu dulce corazón”.
A los nardos, las violetas y la flor del girasol los adorna con fragante limonaria, les acomoda margaritas blancas, amarillas y moradas, y en ese instante, cuando el ramo se termina, la aurora, las palomas y el rocío matinal se engrandecen en el fondo azul de su inmenso sentimiento de amor, que se transforma en una ofrenda de flores de muchísima luz.
Al ver a la muchacha proclamando pureza, el duende que se llama “Traición” se asusta de tanto resplandor y estalla en muchas burbujas grandes y pequeñas que, conforme ascienden, se van reventando y desaparecen para siempre.
La muchacha tiene flores, muchas flores, pero algunas no son de ella, ve una aristocrática rosa púrpura de Castilla y dice “no es mi flor”, pero viene un hacendado y se la lleva a los altares de la catedral de la realeza campechana.
Ve una flor artificial y la hace a un lado, pero viene un petrolero y se la lleva a la isla de Tris.
Ve tres flores negras, que son muy raras, con adornos de terciopelo, incrustaciones de chaquiras, hojas de lentejuelas y muchas, muchas espinas, ya las va a tirar, pero viene un hombre rubio de ojos azules que dice que es de Jerusalén y se las lleva al carnaval de Río de Janeiro.
Las más blancas nadie las quiso, pero vino su mamá con su frente blanca, su pelo blanco y entre sus manos blancas las cobijó con su espíritu y se convirtieron en manantiales cristalinos, poesía como ésta y la inocencia de niños alegres y cariñosos.
La muchacha está contenta, porque vendió todas sus flores, vuelve a casa por su camino ámbar, el viento la besa, y a lo lejos el sol del crepúsculo, tímido, se oculta para verla pasar, estira su mano como el último rayo de la tarde, y su flor de luz estalla en cuarzos, primaveras, mariposas de cristal y plenilunios de rosada paz en el corazón de la doncella: es el amor, el grandísimo amor que día a día la muchacha india siente y que a nadie dice.
La muchacha india de Hecelchakán es la alegría que convierte el arco iris en grandes y pequeños ramos de felicidad; ata manojos de lirios y la luna resplandece para los enamorados; junta orquídeas con magnolias y en cada hogar de Hecelchakán los altares claman: “Mi gran Dios, somos almas de pureza encendidos en el cielo azul turquesa de tu dulce corazón”.
A los nardos, las violetas y la flor del girasol los adorna con fragante limonaria, les acomoda margaritas blancas, amarillas y moradas, y en ese instante, cuando el ramo se termina, la aurora, las palomas y el rocío matinal se engrandecen en el fondo azul de su inmenso sentimiento de amor, que se transforma en una ofrenda de flores de muchísima luz.
Al ver a la muchacha proclamando pureza, el duende que se llama “Traición” se asusta de tanto resplandor y estalla en muchas burbujas grandes y pequeñas que, conforme ascienden, se van reventando y desaparecen para siempre.
La muchacha tiene flores, muchas flores, pero algunas no son de ella, ve una aristocrática rosa púrpura de Castilla y dice “no es mi flor”, pero viene un hacendado y se la lleva a los altares de la catedral de la realeza campechana.
Ve una flor artificial y la hace a un lado, pero viene un petrolero y se la lleva a la isla de Tris.
Ve tres flores negras, que son muy raras, con adornos de terciopelo, incrustaciones de chaquiras, hojas de lentejuelas y muchas, muchas espinas, ya las va a tirar, pero viene un hombre rubio de ojos azules que dice que es de Jerusalén y se las lleva al carnaval de Río de Janeiro.
Las más blancas nadie las quiso, pero vino su mamá con su frente blanca, su pelo blanco y entre sus manos blancas las cobijó con su espíritu y se convirtieron en manantiales cristalinos, poesía como ésta y la inocencia de niños alegres y cariñosos.
La muchacha está contenta, porque vendió todas sus flores, vuelve a casa por su camino ámbar, el viento la besa, y a lo lejos el sol del crepúsculo, tímido, se oculta para verla pasar, estira su mano como el último rayo de la tarde, y su flor de luz estalla en cuarzos, primaveras, mariposas de cristal y plenilunios de rosada paz en el corazón de la doncella: es el amor, el grandísimo amor que día a día la muchacha india siente y que a nadie dice.
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