Poema 1
Quizás la estrella no quiso poseer mi frente;
pero yo la atrapé y le hice incrustar sus puntas en la carne.
Mis manos sangran de romper muros,
derretir mármoles.
Mis ojos, como puño de rosas,
laten sobre una pared de espinas,
y, demorado entre mis labios,
se me torna un monte la raíz del verso.
Poema 2
El cuerpo elogia su escritura:
piernas cruzadas, fino invierno.
¡El cuerpo está divino!
sus ojeras, sus hormigas en el pelo,
la eterna pose y una inscripción
en mármol blanco.
Poema 3
Caer es desprenderse, huir de los vientres,
subirse al barco parpadeante que los surcos,
suaves rectas en el polvo, encienden exquisitamente.
Hay prisa en las paredes de metal que son mis ojos,
por la boca sin rostro, sin peso, sin tiempo.
Trozos de luz retornan a mi lengua
y la sangre de esa paz fluye
con todo el brillo de su pupila.
Quien tuvo su propia forma de caer,
polvo en la posesión, oscuro tentáculo,
expándase.
Yo he muerto al encender la herida.
Nada me salvará de esta nostalgia
por el fruto que asciende, blanco todavía.
Yo, que amé su hálito, en el nombre me postro,
de rodillas, ante cada milagro de mis pies desnudos.
Yo perderé la sombra en el horizonte que miro,
en sus cansancios
que en alas de palomas
al agua crucifican.
Poema 4
Qué paredes alargan los brazos de mi mente,
qué ataduras libran el concierto de estas fiebres,
qué piedras no perduran en las ramas que le ciernen,
qué rosas anochecen por la vida de una tierra,
como carnes que han cedido al condimento de la muerte.
Y qué fuentes, qué selvas, qué océanos se salvan o se pierden,
con la vara de oro que salpica entre mis dientes.
Siendo canto la luz, qué oscuridad no es arpa.
Siendo cuerpo el horror, qué claridad no es verso.
Poema 5
A los dieciséis yo era una sílaba,
sin ojos con que amar lo esquivo,
lo menos verso posible.
(Soñada por la fijeza del párpado,
por esa altivez del párpado y sus ciclones).
Lejos del tacto que protege mi inquietud,
no sé qué ciudad respira allí,
ni qué mar se evapora o alumbra.
(Cenizas caen en silencio,
como un manto hondo y cálido,
que es el dolor de las flores cortadas
ya en otra vibración…)
Poema 6
Anoche anduve caminos de nácar,
perfume indiferente, rítmico, férreo olor;
probablemente cuerpo, o filo,
o región para añejar almas suicidas.
Anoche la riqueza era una droga caliente
que huyó con el rocío matinal;
yo no era carne agobiada por sus dagas,
no cerré los párpados ni me rasgué el torso.
Ahora las rosas son cuadradas,
con epitafio, con piel de más.
La inercia castiga esta tierra con sus gemidos
y todo ya es el estruendo angustioso de las almas.
Anoche anduve sin ojos, sin dedos.
Nadie fue mi verso.
Nadie fue mi trueno.
Traigo un surco de vidrios hundidos,
sin la canción que dulcifica ni la palabra que conquista.
Quizás la estrella no quiso poseer mi frente;
pero yo la atrapé y le hice incrustar sus puntas en la carne.
Mis manos sangran de romper muros,
derretir mármoles.
Mis ojos, como puño de rosas,
laten sobre una pared de espinas,
y, demorado entre mis labios,
se me torna un monte la raíz del verso.
Poema 2
El cuerpo elogia su escritura:
piernas cruzadas, fino invierno.
¡El cuerpo está divino!
sus ojeras, sus hormigas en el pelo,
la eterna pose y una inscripción
en mármol blanco.
Poema 3
Caer es desprenderse, huir de los vientres,
subirse al barco parpadeante que los surcos,
suaves rectas en el polvo, encienden exquisitamente.
Hay prisa en las paredes de metal que son mis ojos,
por la boca sin rostro, sin peso, sin tiempo.
Trozos de luz retornan a mi lengua
y la sangre de esa paz fluye
con todo el brillo de su pupila.
Quien tuvo su propia forma de caer,
polvo en la posesión, oscuro tentáculo,
expándase.
Yo he muerto al encender la herida.
Nada me salvará de esta nostalgia
por el fruto que asciende, blanco todavía.
Yo, que amé su hálito, en el nombre me postro,
de rodillas, ante cada milagro de mis pies desnudos.
Yo perderé la sombra en el horizonte que miro,
en sus cansancios
que en alas de palomas
al agua crucifican.
Poema 4
Qué paredes alargan los brazos de mi mente,
qué ataduras libran el concierto de estas fiebres,
qué piedras no perduran en las ramas que le ciernen,
qué rosas anochecen por la vida de una tierra,
como carnes que han cedido al condimento de la muerte.
Y qué fuentes, qué selvas, qué océanos se salvan o se pierden,
con la vara de oro que salpica entre mis dientes.
Siendo canto la luz, qué oscuridad no es arpa.
Siendo cuerpo el horror, qué claridad no es verso.
Poema 5
A los dieciséis yo era una sílaba,
sin ojos con que amar lo esquivo,
lo menos verso posible.
(Soñada por la fijeza del párpado,
por esa altivez del párpado y sus ciclones).
Lejos del tacto que protege mi inquietud,
no sé qué ciudad respira allí,
ni qué mar se evapora o alumbra.
(Cenizas caen en silencio,
como un manto hondo y cálido,
que es el dolor de las flores cortadas
ya en otra vibración…)
Poema 6
Anoche anduve caminos de nácar,
perfume indiferente, rítmico, férreo olor;
probablemente cuerpo, o filo,
o región para añejar almas suicidas.
Anoche la riqueza era una droga caliente
que huyó con el rocío matinal;
yo no era carne agobiada por sus dagas,
no cerré los párpados ni me rasgué el torso.
Ahora las rosas son cuadradas,
con epitafio, con piel de más.
La inercia castiga esta tierra con sus gemidos
y todo ya es el estruendo angustioso de las almas.
Anoche anduve sin ojos, sin dedos.
Nadie fue mi verso.
Nadie fue mi trueno.
Traigo un surco de vidrios hundidos,
sin la canción que dulcifica ni la palabra que conquista.